© 2010 University of Utah. Traducido al Español por Gabriel Delacoste y Emilia Calisto bajo autorización del editor original SAGE Publications Inc. en acuerdo entre SAGE Publications Inc. y Crítica Contemporánea.


Encuentro poco en lo que estar en desacuerdo con lo vertido por Timothy Kaufman-Osborn en “Political Theory as a Profession”. Sin dudas tiene razón en que las controversiales cartas de Penn State no son especialmente convincentes como argumentos en teoría política, y en que probablemente sea más apropiado analizarlas como armas de una batalla política. No fueron creadas para exponer la naturaleza, el alcance ni el valor de la teoría tal como los formularía un teórico, sino desplegadas como advertencias estratégicas hacia los no teóricos sobre las consecuencias de expulsarnos de su seno. Kaufman-Osborn también tiene razón en recordarnos que las categorías en las que organizamos el conocimiento son, como todas las categorías discursivas, historias comprimidas que, en el mejor de los casos, son poco adecuadas para el presente y, en el peor, formaciones políticas que se perpetúan desde un pobre pasado. Esto es cierto para las dos áreas de la ciencia política, así como para las subdivisiones de la teoría que muchos de nosotros resistimos, como la teoría política “histórica” y la “normativa”, distinción que deja lo “positivo” a los modelistas formales. El diagnóstico de Kaufman-Osborn sobre cómo la profesionalización de la teoría política ha envuelto sus búsquedas y sus valores también es inobjetable. Está también en lo correcto cuando dice que la teoría política no es un campo unificado ni coherente. De hecho, su metáfora del perro podría ser hasta demasiado amable. Sin importar su crianza, un perro callejero es un solo animal pobremente formado, tanto en su fisiología como en su personalidad. Lejos de ser un “nosotros” unificado e integrado al que sólo le hace falta un pedegree ilustre, la teoría política es un género (si es que llega a tanto) que acoge cuestiones polimorfas cuya identidad se construye sobre todo en relación a lo que no es. Somos menos un mestizaje disciplinar que un asilo para distintos marginales a la ciencia política empírica.

Aún sin mayores desacuerdos con las críticas de Kaufman-Osborn, sí me molesta el tono quejoso, frío y hasta mezquino del artículo, un tono que me hace desconfiar de su perspectiva sobre lo que hacemos y sobre si deberíamos defender la autonomía de la disciplina. Sin duda no es obligatorio que alguien que analiza el valor o el alcance de un emprendimiento se involucre profundamente con él, pero al preguntar “¿Por qué debería salvarse este campo de investigación?”, que es la pregunta de fondo que Kaufman-Osborn está planteando, ¿no deberían los sentidos compromisos afectivos ser relevantes? Una cosa es hacer la afirmación analítica de que las áreas de la ciencia política, más que meramente incoherentes, son disfuncionales y por lo tanto deben ser desmanteladas junto con las demás fronteras disciplinares que emergieron de la Guerra Fría y las historias coloniales e imperiales del siglo XX. Otra cosa es buscar la mejor manera de nutrir y proteger lo que se consideran campos de trabajo intelectual estimulantes o persuasivos, más allá de las lógicas y las historias que delimitan las fronteras y las actividades actuales del campo. Curiosamente, esta segunda perspectiva y el afecto que la pudiera animar están ausentes en el incuestionablemente listo análisis de Kaufman-Osborn, y me pregunto por qué ¿Qué habrá sido lo que enfrió, o suprimió, su ardor?

Si el cariño por lo que la teoría política es y hace es un gran ausente en el artículo de Kaufman-Osborn, el otro es la atención hacia los poderes discursivos que organizan el conocimiento y la vida intelectual actuales, poderes que generan una necesidad de proteger la autonomía de la teoría política que, en otras circunstancias, no requeriría o merecería. Kaufman-Osborn reconoce que la teoría política es una parte marginal de una disciplina donde los técnicos académicos intentan imitar cada vez más las jerarquías, estilos y fines de los mundos científico y empresarial. Pero una vez reconocido esto, entiendo que no asigna suficiente peso a los poderes que organizan y amenazan la existencia del tipo de investigaciones que los teóricos políticos pueden llevar a cabo, ni a las condiciones discursivas en las que la teoría política da cuenta de su valor ante la ciencia política. En lo que a esto respecta, a su análisis le falta algo de astucia política sobre las formas disponibles de proteger a lo marginal y lo subalterno. Su crie de guerre final –“Mestizos de la academia, uníos ¡No tenemos nada que perder salvo nuestras cadenas!”–, recuerda a las críticas por izquierda de las aspiraciones palestinas a un Estado, basándose en que los Estados son formaciones políticas reaccionarias y/o anacrónicas. Si fuera seguida, ¿la arenga de Kaufman-Osborn preservaría el valor de un campo de investigación que enfrenta severos constreñimientos, si no la extinción? ¿O es que una arenga de este tipo es algo así como una indulgencia teórica ligeramente fuera de tono con las realidades políticas y económicas que organizan el conocimiento hoy? Las preocupaciones íntimamenten relacionadas sobre el cariño hacia la teoría política y su supervivencia son hacia las que apuntaré en lo que queda de este ensayo.

Incluso los teóricos políticos que dicen no sentir animosidad alguna hacia el campo de la ciencia política necesariamente llevan a cabo su trabajo enfrentándola. Esto no ocurre por indiferencia hacia la política real, sino que es consecuencia de que la teoría política se mueve en una órbita epistemológica inherentemente no científica. Para no malgastar tiempo, digámoslo directamente: incluso cuando no coloca a la “verdad” entre comillas o signos de interrogación, la teoría política rechaza la reducción de la verdad de la vida política a descripciones neutrales, mediciones, modelos e hipótesis comprobables. Rechaza las aspiraciones al monopolio de la verdad del positivismo, el formalismo, el empirismo, y de la transparencia lingüística. Es necesario ser claro en esto. Igual que la poesía o la antropología, la teoría política no rechaza a la ciencia como tal al suspender su condición de modelo exclusivo del saber. Más bien, la teoría política es la única avanzada no científica en un campo cada vez más cientifizado (en esto estoy en desacuerdo con la afirmación de Kaufaman-Osborn de que “muy pocos todavía creen que la ciencia política podrá algún día adquirir la autoridad epistémica de una ciencia natural,” un desacuerdo que podría ser resuelto por una encuesta administrada por la American Political Science Association (Kafuman-Osborn 2010 - insertar número de página). Está claro que en algunos casos la postura no científica surge de la creencia explícita de que la ciencia es siempre un paradigma inherentemente equivocado para entender el mundo del poder, la acción, las instituciones, los discursos y las ideas que la vida política abarca. En otros, deriva de esfuerzos por aprehender constelaciones particulares de los significados, las prácticas o los valores políticos, para lo que las herramientas de la ciencia son consideradas inapropiadas o insuficientes. En cualquier caso, la teoría política rechaza cualquier manera exclusivamente científica de entender la política.

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