En un número que trata de dar cuenta de las diferencias existentes entre las distintas sub-disciplinas de la Ciencia Política, y de indagar, en particular, en la definición o definiciones que hoy podemos hacer de la Teoría Política (TP), me ha parecido particularmente relevante aproximarnos a la relación entre la TP y su objeto de conocimiento, la política. Lo hago con la intención de denunciar una cierta deriva de nuestra disciplina a apartarse del mismo, de la política, para casi limitarse a la práctica de ejercicios metateóricos, al estudio de otras teorías. Tal parecería que la investigación que emprendemos no se hace sobre nuestro objeto de estudio, sino sólo sobre “observaciones” que otros han venido haciendo, incluso con siglos de distancia, de los fenómenos propiamente políticos. La teoría política ha devenido así en una mera “observación de observaciones”. Eso, unido a la casi inescapable especialización, ha provocado que hoy se echen en falta teorías que tengan la capacidad de ofrecer un diagnóstico sobre lo que pasa en la política actual. Como está ocurriendo en casi todas las disciplinas de cualquier naturaleza, esta especialización nos permite saber cada vez más, pero sobre campos más y más parcelados y estrechos, que amenazan con hacer caer a innumerables estudios en la irrelevancia. Al final acabamos añorando teorías más generalistas o análisis conceptuales más pegados a la realidad. Un efecto de esta actitud metateórica de la TP contemporánea es que quienes nos dedicamos a ella solemos estar ausentes de los debates públicos sobre problemas de la democracia u otros que afectan a la política de hoy. Nuestra presencia en ellos no suele ser requerida cuando se inquiere, por ejemplo, sobre cuestiones tales como cuáles son las opciones para conseguir una mejor integración de los inmigrantes, problemas de justicia distributiva o las deficiencias de nuestro sistema de representación política. Lo que debería ser nuestro lugar es ocupado ahora de forma creciente por periodistas u “opinadores” de distinta ralea. Esto ocurre también, desde luego, con los científicos de la política, que sólo son solicitados cuando es necesaria alguna aclaración sobre cuestiones específicas, generalmente de tipo técnico.

En nuestro caso esta situación es, sin embargo, bastante más grave, ya que, a decir de Judith Shklar, la función de la teoría política “consiste en hacer que nuestras conversaciones y convicciones sobre la sociedad que habitamos sean más completas y coherentes, así como en revisar críticamente los juicios que normalmente hacemos y lo que de forma habitual vemos como posible” (Shklar 1990, 226). Quienes practican la TP, siempre según esta autora, estarían obligados a “articular las creencias profundas de sus conciudadanos”, y el objetivo de esta disciplina no consistiría, pues, en “decirles lo que deben hacer o lo que deben pensar, sino en ayudarles a acceder a una noción más clara sobre lo que ya saben y lo que dirían si consiguieran encontrar las palabras adecuadas” (Shklar 1998, 376). Algo similar nos lo encontramos en John Rawls, cuando entre las cuatro tareas que debe satisfacer la TP menciona explícitamente su capacidad para ayudar a que los ciudadanos puedan orientarse en su propio mundo social y político (Rawls, 2001:1). La TP aparece así como una especie de comadrona socrática, que no dicta lo que haya que hacer, sino cómo abordar los problemas, ubicándolos en un contexto histórico y mental específico, y contribuyendo a su dilucidación pública. Es obvio que ésta no es la única función a la que debe aspirar la TP, ni que haya algo “despreciable” en la multiplicidad de otras formas en la que la practicamos, y que yo mismo sigo practicando. De lo que se trata es de llamar la atención sobre su ausencia de relevancia pública en nuestros días y de cómo ello obedece al olvido en que ha caído esta dimensión de nuestra disciplina que acabo de mencionar. Ya no es una forma de conocimiento pensada para ayudar a los ciudadanos a reflexionar sobre su mundo político, sobre todo en las dimensiones que poseen algún componente normativo, sino un empeño crecientemente destinado al consumo exclusivo de los insiders que habitan los Departamentos universitarios y se dedican a nuestra misma especialidad. La pregunta relativa a cuánto de lo que hacemos trasciende a la discusión pública es un ejercicio que algún momento deberíamos plantearnos como necesario. A mi juicio, sólo la teoría política feminista consigue saltar a la atención pública y a conectar eficazmente con problemas socio-políticos “reales”. Quizá también algunos estudios de teoría de la democracia, pero siempre que se vinculen con fenómenos concretos presentes en el debate del momento. El resto parece destinada –aunque insisto, no hay nada “malo” en ello- a alimentar exclusivamente nuestra voracidad por saber más sobre nuestros clásicos o a acelerar las inercias de la hiper-especialización.


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